Sabor auténtico y cocina de temporada que conquista

Imagina por un momento que, mientras paseas cerca de la ría de Arousa, un aroma irresistible te hace girar la cabeza y te encuentras ante el bar restaurante Cambados, ese rincón donde las risas son tan contagiosas como el brillo del albariño en copas bien pulidas. Es probable que justo aquí la comida se convierta en esa experiencia multisensorial que te hace dudar de si estás en Galicia o en algún plató gastronómico secreto donde el tiempo parece detenerse entre fogones humeantes y recetas que pasan de abuela a cocinero como leyendas bien guardadas.

La magia empieza cuando suena el primer saludo tras la barra, ese “¡Boas tardes!” cargado de promesas. La carta no necesita malabares ni epígrafes importados, porque sabe bien que la tierra es generosa y el mar nunca miente. Y así transcurre el festín, donde el pulpo aún parece bailar sobre la tabla esperando la lluvia dorada del aceite y el pimentón, o el percebe se sirve como si de lingotes marinos se tratara, sacados a mano de unas rocas donde los temporales escriben poesía salada. Comer aquí es reivindicar la frescura sin tapujos, abrazar lo estacional con la devoción que merece quien se levanta a las seis de la mañana a buscar el mejor producto en la lonja del pueblo.

Muchos peregrinos del placer llegan desde lejos atraídos por promesas de sabores inigualables, algunos convencidos de que después de probar el marisco local difícilmente volverán a ver las cigalas del supermercado con los mismos ojos. Pero lo verdaderamente destacable es ese trato familiar y sincero, el saber hacer que destila cada plato y el guiño constante al pasado sin perder de vista la innovación. ¿Cuántas veces se ha escuchado esa leyenda de que en los fogones de cambados se inventó una variante secreta de empanada gallega que viaja oculta en los menús y solo se revela a los comensales más curiosos? Nadie lo sabe, pero pocos se resisten a la tentación de preguntar entre risas y vino.

El tacto artesanal se palpa también en las guarniciones, en ese puré de cachelos que recuerda a la infancia, en las verduras que crujen porque nunca vieron una cámara frigorífica más horas de las necesarias. Hay chispa en el sentido del humor de los camareros, cuyo uniforme invisible es esa sonrisa persistente que transforma una simple comida en una anécdota que merece la pena contar y compartir. Cada comensal acaba envuelto en la sensación de estar siendo parte de algo especial y, al mismo tiempo, cotidiano, porque aquí la excelencia se viste de normalidad y buena disposición.

Si el clima acompaña —y cuando no acompaña también, porque un chubasco gallego es solo otra excusa para quedarse un rato más dentro— se puede acabar la velada al calor de la sobremesa, presidiendo la mesa con una copa de licor café. En ese momento, mientras fuera el aire juega con las hojas y las almenas de alguna iglesia cercana, uno experimenta esa sensación misteriosa de pertenencia, de estar, aunque sea de paso, en el lugar exacto donde se debería estar. La edad del arte culinario es algo que se palpa y se celebra sin ceremonia, como quien revive una amistad de toda la vida.

De pronto alguien comenta que así, sin buscarlo, ha probado el mejor pescado a la plancha de su existencia y se pregunta en voz alta cómo algo tan simple puede ser tan extraordinario. Quizás la respuesta está en la disciplina diaria del chef, o en el modo artesanal de seleccionar cada ingrediente, o quizá simplemente en la energía de ese enclave donde el Atlántico parece bendecir cada día con sus manjares, y los productos del campo se presentan a tiempo para no perder ni un matiz de sabor ni un ápice de textura.

No hay fórmulas mágicas, aunque algún escéptico de paladar despistado se empeñe en localizarlas entre risas y brindis. La realidad es que aquí se recuerda que menos es más, pero también que el corazón manda tanto como la experiencia, y que un lugar como este no solo sacia el hambre: alimenta las historias futuras que se contarán entre amigos, una vez cruzada la puerta y vuelto el recuerdo a casa. Cuando te despides, algo de ti se queda, en forma de promesa: volver, siempre que el estómago y el ánimo así lo pidan. Porque hay realidades inevitables, y una de ellas es que un sitio así no se olvida fácilmente.