Un jueves cualquiera, en un piso con paredes finas y el rumor del tráfico al fondo, una familia de cuatro se sienta alrededor de una mesa baja. No han llegado para hablar del último desencuentro por el mando a distancia, aunque podría ser el detonante; han venido a mirar de frente a los hábitos que, casi sin ruido, han ido tensando los hilos de su cotidianidad. La terapia familiar en Narón ya no es un acto de rendición, es un gesto de responsabilidad: un “vamos a entender qué nos pasa” dicho con calma, sin dedos acusadores ni discursos que se repiten como ecos.
Quien espera encontrar un confesionario se sorprende. No se trata de buscar culpables ni de coronar héroes; la sala es un laboratorio de convivencia. El enfoque es clínico y a la vez humano: se analizan patrones de comunicación, se clarifican roles, se negocian límites y, sobre todo, se entrena la escucha activa sin convertir cada frase en una pista de carreras. A veces el trabajo es tan concreto como practicar turnos de palabra o pactar cómo se va a discutir cuando toque discutir, porque sí, discutir con reglas es posible y, de paso, ahorra horas de silencios densos y puertas que hablan más que las personas. El humor, cuando aparece, no minimiza el problema; lo hace manejable. Una broma bien colocada puede ser ese destornillador que afloja la tuerca de un reproche antiguo.
La evidencia acumulada en las últimas décadas señala que los hogares que aprenden a identificar sus ciclos de conflicto reducen la escalada en momentos críticos y previenen la cronicidad de los malentendidos, esos que se alimentan de interpretaciones más que de hechos. Es habitual que se trabaje con objetivos concretos: coordinar la crianza, atravesar una separación sin minar la autoestima de los menores, acompañar a un adolescente que se refugia en su habitación y en la pantalla, reorganizar tareas cuando un abuelo empieza a necesitar ayuda o encajar nuevas rutinas tras un cambio laboral. Nada de recetas mágicas: sesiones de 60 a 90 minutos, un plan acordado, tareas simples entre encuentros y revisiones periódicas para ajustar el rumbo. En ese marco, la confidencialidad no es una palabra hueca sino una condición de posibilidad: se habla sin miedo a que lo dicho salga a pasear por el rellano.
En una ciudad como Narón, con vida propia y al mismo tiempo conectada a la comarca de Ferrolterra, el contexto importa. Las familias conviven entre horarios cambiantes, desplazamientos cortos que no siempre parecen cortos y una sensación de comunidad en la que todo se sabe, o al menos eso se cree. Los profesionales locales han afinado estrategias para proteger la intimidad sin perder cercanía: alternan sesiones presenciales con atención online cuando los turnos lo exigen, se adaptan a la diversidad lingüística y cultural, y coordinan con centros educativos y sanitarios solo cuando la familia lo solicita y autoriza por escrito. Ese equilibrio entre proximidad y respeto es clave para que los consultantes se sienten seguros y puedan nombrar lo innombrable, esas microfracturas invisibles que sostienen los grandes terremotos domésticos.
Persisten, sin embargo, viejos mitos. “Si vamos a terapia, es que estamos peor de lo que pensamos”, dice la voz del miedo. La realidad va por otro lado: cuanto antes se interviene, menos capas de defensa hay que atravesar y más margen de maniobra existe. También está la objeción del coste, legítima en tiempos apretados. Pero conviene preguntarse por el precio de no hacer nada: horas de sueño perdidas, productividad que se despeña, niños que aprenden a callar para no molestar, parejas que apagan la luz más temprano para no hablar. Invertir en un proceso de mejora relacional no es un lujo, es mantenimiento preventivo; si nadie dejaría un coche años sin revisión, ¿por qué hacerlo con el sistema que más kilómetros recorre cada día, el de la vida en común?
Quien cruza por primera vez la puerta de consulta suele imaginar un interrogatorio. Lo que encuentra es una cartografía compartida. El terapeuta pregunta para dibujar un mapa del terreno: qué se repite, qué dispara el conflicto, qué funciona cuando no se fuerza y cómo se han resuelto antes las tormentas. A veces aparece un genograma en la mesa, esa especie de árbol familiar que no busca genealogías ilustres sino patrones heredados: modos de pedir afecto, estilos de liderazgo, pactos silenciosos sobre quién decide y quién cede. Entre anécdota y anécdota, emergen acuerdos nuevos. Que el adolescente pueda hablar sin que suelte el móvil si promete mirar a los ojos tres veces seguidas no es una derrota de la autoridad, es una negociación inteligente. Que la abuela opine sobre los menús sin dictarlos puede ser la diferencia entre un domingo alegre y uno que termina con reproches envueltos en salsa.
El trabajo no evita el conflicto, lo domestica. Un desacuerdo bien conducido ventila la casa. Se aprende a titular lo que duele sin convertirlo en sentencia. Un “cuando llegas tarde y no avisas siento que no cuento” pesa distinto que un “siempre haces lo que te da la gana”. La diferencia no es semántica, es operativa: abre la puerta a la propuesta y al compromiso. El terapeuta, lejos de ponerse una toga invisible, guía el proceso con técnicas que se adaptan a la familia: tareas de reencuadre para mirar lo de siempre con ojos nuevos, ejercicios de comunicación para entrenar músculos olvidados, intervenciones estructurales para recolocar responsabilidades y normas que quedaron desordenadas con el paso del tiempo.
Narón tiene su pulso particular, y en ese pulso las casas laten con ritmos distintos. En unas, el problema se llama “exceso de pantallas”; en otras, se llama “ausencia de tiempo”. De vez en cuando aparece “el fantasma del perfeccionismo”, ese invitado que pone la mesa con escuadra y cartabón y nunca se sienta a comer. La intervención psicoterapéutica enseña a calibrar expectativas, a distinguir lo importante de lo urgente y a construir rutinas flexibles que resisten mejor los imprevistos. El humor vuelve a hacer de llave maestra: cuando alguien reconoce, entre risas contenidas, que el grupo de WhatsApp familiar ha sido silenciado por la mitad de sus miembros, la conversación deja de ser un juicio y se vuelve un taller de soluciones.
Hay historias que no buscan épica y, sin embargo, cambian el guion de una casa. Parejas que descubren que su problema no era la economía sino la contabilidad emocional, padres que aprenden a dar instrucciones como quien ofrece un mapa y no una orden, hijos que encuentran lenguaje propio para traducir su malestar. No hay promesas grandilocuentes, tampoco atajos, pero sí una ruta clara: menos ruido, más acuerdos, y la sensación de que en ese piso de paredes finas se respira mejor porque las palabras ya no chocan contra la pared, encuentran quien las escuche y las ponga a trabajar. A veces basta con mover un mueble emocional para que el salón de la convivencia gane espacio.